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Apicultura en Santa Fe: una actividad con potencial a la búsqueda de una mayor organización

La apicultura es una de las actividades que componen el paisaje productivo de la provincia de Santa Fe. Con una población de productores que ronda los 1.500 (alrededor del 10% del total nacional) el sector está enmarcado por una ley apícola y por una mesa provincial de la cual participa el Ciasfe, las universidades, el Estado y los productores que sirve como espacio para volcar y compartir inquietudes, propuestas y necesidades de la actividad.

La ausencia de campos propios, las pulverizaciones con agroquímicos que se hacen en los cultivos, la informalidad general en la cual trabajan los apicultores, la falta de recambio generacional y la ausencia de políticas claras que ayuden a agregar valor son algunos de los desafíos que amenazan a la actividad en la región. 

Marca territorial

En la provincia de Santa Fe, que tiene una tradición importante en productores de miel, la apicultura fue históricamente subsidiaria de la ganadería y el tambo. En la actualidad, en los departamentos del sur de la provincia, la extensión de la frontera agropecuaria fue dejando cada vez menos margen de acción para las abejas pueda recolectar en cantidades tales que hagan que el negocio sea rentable, explicó el ingeniero agrónomo Juan Manuel Saeta. 

“Antes los apicultores sacábamos entre 40 a 50 kilos de miel en la zona y ahora con suerte si llegamos a los 20 kilos es mucho”, dijo el experto, para quien las razones principales de esta reducción se deben a la disminución de la flora apícola, a patologías asociadas a falta de alimentación y a enfermedades presentes a nivel mundial como la varroa, que afecta la productividad de estos insectos y puede provocar la desaparición de colmenas.

Esta caída pronunciada de los rindes hizo que los productores llamados “grandes” (por arriba de las 500 colmenas) comenzaran a migrar hacia el norte santafesino: “la gran mayoría de los apicultores se han ido hacia el norte, son trashumantes, ya que van a buscar los territorios donde queda flora apícola, lo que implica mayores costos porque para poder moverse hay que tener una mayor estructura”, puntualizó el especialista. 

Organización

Saeta explicó que, para que un apicultor pueda llegar a tener una escala de producción importante, hace falta una infraestructura mínima en cantidad de colmenas, vehículos y una sala de extracción. “Eso es una estructura muy importante para un apicultor que muchas veces no puede afrontarse de forma individual”, dijo, para agregar que una solución a eso es agruparse e intentar funcionar de manera cooperativa, un camino que hasta ahora no ha podido consolidarse más que nada por las tensiones internas que existen dentro del propio sector. 

Además, rara vez los productores son dueños de los campos donde instalan sus colmenas, lo que no ayuda a poder ubicarlas en las mejores ubicaciones para potenciar su productividad. “Se suelen establecer en lugares marginales para que no interfieran ni con el ganado ni con el personal, y eso puede ser problemático porque el radio de acción de una abeja no pasa de los 300 metros, y mientras más lejos se tiene que ir a alimentarse, menos rinde”, razonó el ingeniero agrónomo.

Desafíos 

Como todo, en los últimos meses la actividad estuvo atravesada por las limitaciones que impuso la cuarentena bajo sus diversas formas, algo que alteró por ejemplo la capacidad de movilizarse a través de las rutas y caminos provinciales: “si bien nuestra actividad nos permite transitar esto se ha hecho muy complejo, por ejemplo, hay un serio problema que es el cierre de los límites con Santiago del Estero”, detalló Saeta.

La seguidilla de quemas que desde hace meses afecta a todo el Delta del río Paraná también perjudicó a productores que tienen colmenas instaladas en la zona de Islas, un lugar codiciado tanto por la abundancia de flora como por la termorregulación que el agua genera. “En el Delta medio y bajo hoy uno de los mayores problemas son las quemas, en ese territorio la mayoría de los apicultores tuvieron que sacar sus colmenas”, dijo. 

Desde un registro más estructural y de largo plazo, además de la pérdida de biodiversidad que significa una llanura hiper agriculturizada la falta de recambio generacional es otra cuestión para tener en la agenda de debate: “tenemos buenos apicultores, pero es una actividad que ha quedado para la gente grande, hay un proceso de expulsión ya que la mayoría de los productores alquilan sus campos. Hoy son las generaciones más grandes las que empujan, eso es algo que hay que resolver con incentivos por ejemplo”. 

Finalmente, las aplicaciones con agroquímicos afectan de forma grave el normal desarrollo de la colmena y de las abejas, un problema que se amplifica cuando la enorme mayoría de los apicultores no llevan a delante su actividad en lugares propios. Una forma de solucionarlo podría ser trabajar con geolocalización, pero eso exige cierta formalización del productor y eso es aún una carencia dentro del sector. 

Mercados y demanda

Según puntualizó Saeta, la miel argentina es reconocida y valorada a nivel internacional por su calidad y propiedades, lo que la convierte en un producto con muy buenos mercados de exportación. Las mieles se clasifican por colores que van de extra claros a oscuros y las de producción nacional son muy requeridas, pero no bien pagas.

“Casi todo lo que se produce en Argentina se vende afuera, podríamos decir que la miel tiene el mismo prestigio que la carne y el 99% de lo que se produce va a parar al exterior”, señaló el especialista, para destacar que el principal problema es que las ventas se hacen a granel o a “tambor muerto”, un barril de 330 kilos que llega a destino en bruto, para luego ser fraccionada y vendida a precios mucho mayores. “En Alemania se consumen 5 o 6 kilos de miel por año, ellos nos compran a granel y luego la revenden”.

Tampoco reciben incentivos sólidos aquellos que deciden volcarse a la producción de miel orgánica, un proceso que demanda respetar muchos requisitos acompañados de fuertes inversiones que no se traducen en mejores precios.

El mercado interno de consumo de miel es casi inexistente y ronda los 150 gramos por año por cabeza, un valor irrisorio. ¿Cuáles son las razones que explican esto? Para el ingeniero agrónomo se perdió la tradición traída por los inmigrantes europeos de utilizar miel como alimento y hoy la mayoría de la gente la asocia con un remedio. “Había hábitos de consumo de miel que se abandonaron con el paso del tiempo y hoy se come todo ultraprocesado”, dijo, para agregar que tanto en el norte de América como en Europa se trata de un alimento muy buscado.

A nivel global, uno de los mayores problemas que enfrenta la industria es la miel adulterada, algo que ya se ha detectado en China y que tiene que ver sobre todo con la presencia de agua.

Ventana laboral

En la opinión de Saeta la apicultura puede ser una excelente salida laboral para los ingenieros agrónomos de la región, aunque eso requiere de algunas herramientas sobre las cuáles todavía falta trabajar.

Un primer factor clave para robustecer al sector es el apoyo del Estado, no necesariamente bajo la forma de recursos económicos pero si desde la presencia en el territorio sea como planificador, sea como contralor. “Hace falta un apoyo real, que no significa plata sino estar allí, en los lugares, a partir de la base que puede ser una municipalidad o las cooperativas, que también deben mejorar”.

También es necesario avanzar hacia un sistema de desgravación impositiva a los productores que permiten el ingreso de colmenas para alentar la apicultura no como una producción marginal, sino como un negocio.

Finalmente, es importante que haya mayor difusión de la actividad a nivel educativo y que esa formación esté conectada con salidas laborales concretas que vuelvan a oxigenar la producción. “Para potenciar la apicultura como una salida laboral precisamos que el Estado oficie de coordinador y contralor del buen uso de las herramientas productivas, y fomente la educación también”, sintetizó. 

Centinelas del ambiente

Las abejas son reconocidas por su enorme aporte a la sustentabilidad de los ecosistemas por su rol de polinizadoras, pero su faceta de “centinelas del ambiente” o de bioindicadoras de salud ambiental es bastante menos conocida.

Según explicó el ingeniero agrónomo Ricardo Biani, la incorporación de bioindicadores o el uso de seres vivos como animales o plantas para medir el grado de bienestar de un ecosistema es muy antiguo. “Aún así, no deja de ser sorprendente que algo tan aparentemente pequeño como una abeja pueda convertirse en uno de los seres que más información puede ofrecer sobre el ambiente”, puntualizó.

Las abejas pueden servir para detectar la presencia en el aire de metales pesados o pesticidas y también sirven como herramientas de medición de isótopos radiactivos. De hecho, señaló el experto, algunas centrales nucleares utilizan sistemas de monitoreo con abejas.

“Las abejas realizan un muestreo amplio, uniforme y fiable en un entorno de varios kilómetros cuadrados, ya que una estación de monitoreo con dos colmenas es capaz de cubrir una superficie de 7 kilómetros cuadrados. Ningún sistema biológico puede asegurar un muestreo tan extenso, riguroso y permanente” razonó Biani en su texto “Centinelas del ambiente”.

Además, se trata de insectos que pueden vivir en cualquier hábitat y que pueden ser trasladados sin problema, lo que habilita que se hagan estudios de este tipo en cualquier región. A eso hay que agregarle que las colmenas pueden controlarse: “en una colonia media de abejas entran y salen unos 10 mil individuos al día, sólo hay que esperar y tomar muestras”, dijo.

A partir de la información recogida, es posible elaborar un mapa de bioseguridad señalando los diferentes riesgos ambientales extrapolando los datos obtenidos en un sistema de información geográfica, cuya información puede ser útil para diversas áreas como la certificación de calidad ambiental, de procesos y productos y la planificación del territorio.

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